Por: Arturo Mendoza Mociño

El bar existe y se llama Tío Pepe, y está justo en la entrada al Barrio chino de la Ciudad de México. La novela en la que se inspiró el cineasta Sebastián Del Amo también existe y se llama El complot mongol, y fue escrita hace medio siglo por Rafael Bernal.
Las locaciones empleadas en este filme estrenado a principios de este año –el Kiosko morisco de Santa María La Ribera, el Gran Hotel de la Ciudad de México, el mismo Barrio chino– potencian un filme que descansa en el retrato de una época donde los hombres aún calzaban sombreros de ala ancha en sus cabezas, las mujeres eran sumisas y México era el campo de batalla del espionaje internacional como se comprobó un año antes con la masacre estudiantil de Tlatelolco.
Del Amo suaviza, intencionalmente, el tono rudo de la novela de Bernal y opta por la sátira para presentar a sus personajes donde el principal de todos es un antihéroe, un asesino a sueldo llamado Filiberto García (interpretado por Damián Alcázar), quien responde a las órdenes de El coronel (encarnado por Xavier López Rodríguez “Chabelo”, el cual rompe con su actuación con el antiquísimo personaje televisivo por el que se le conoce al encarnar un militar tan severo como servil). Sumado al elenco de ecos televisivos no podía faltar Eugenio Derbez, en el papel del Lic. Del Valle, a quien le importa sobremanera que se investigue un supuesto complot armado por los chinos comunistas para asesinar al presidente de los Estados Unidos en su próxima visita a México.
La esforzada Dirección de arte que recrea la estética de los años sesenta, una banda sonora colmada de boleros y mambos, los anuncios de promoción de Acapulco como destino turístico por excelencia, refuerzan el humor que anima escena tras escena.

La cinta se mofará de noticias recientes poniendo en los diálogos frases como “Cooperas o cuellos” o “El actual presidente es un peligro para México”, se dirá que Hugo Stiglitz es un peligroso espía o se mostrará que los agentes de la CIA y la KGB, en realidad, son amigos y que cada uno, para aligerar sus misiones, beben respectivamente coca-cola y leche, situación que lleva al soviético a compartir su brebaje favorito con el sicario mexicano, pero él rechazará el gesto diciendo:
–A mí me gusta la leche en su chichi.
Mientras indaga quiénes están detrás de El complot mongol, Filiberto García se enamorará de una bella chinita en desgracia llamada Martita Fong (Bárbara Mori), a quien protege en su departamento y con quien siempre posterga la tensión sexual que ya existen entre ellos.
–Martita no es como las demás mujeres –suspira el mexicano–, ¿será porque es chinita?

Toda la iconografía del cine negro desplegada es sólo un pretexto para mostrar que la supuesta intriga política externa es en realidad un complot para matar al presidente de México. Y así el filme termina en lo que siempre cae la política a la mexicana: asesinatos burdos donde los implicados, palabras de Filiberto García, cuando terminan muertos, ponen siempre la misma cara de pendejos.
Si la película se rodó para rescatar un clásico de la literatura mexicana para nuevas generaciones que desconocían la existencia de esta novela canónica, lo consiguió con creces. Si la intención principal del director era divertir al espectador a través del humor lo logró porque, como decía uno de los carteles de promoción, se trata de una “¡Pinche intriga internacional!”. Palomera, sí. Divertida, también.