Por Arturo Mendoza Mociño
Rafael Bernal García (1915-1972), bisnieto del historiador Joaquín García Icazbalceta (1825-1894), fue un escritor de acción a la usanza de los franceses André Malraux y Antoine Saint-Exúpery, los ingleses George Orwell y Graham Greene, y los estadunidenses Ernest Hemingway y John Dos Passos.
Como todos ellos convirtió la pluma en un arma y su escritura, acerada por el fuego de la corresponsalía de guerra, lo llevó a conocer todos los horrores del conflicto que transformó para siempre el Siglo XX: la Segunda Guerra Mundial.
Antes de partir a Europa como periodista, según cuenta el académico Vicente Francisco Torres de la División de Ciencias Sociales y Humanidades (UAM-Azcapotzalco) en un perfil realizado para la Fundación para las Letras Mexicanas, Bernal residió tres años en la costa de Chiapas donde se gestó la trama de sus libros Trópico, Caribal y Su Nombre Era Muerte. Al sur de México, en el lejano y olvidado Chiapas, este escritor mexicano vivió entre lacandones para enseñarles a cultivar la tierra y a criar ganado.
En estos volúmenes selváticos, Bernal señala una oposición entre la costa y las alturas: «Arriba, los cafetales sombríos y olorosos, los caminos bordeados de tulipanes y té limón, los ríos limpios como venados entre las piedras. Abajo las aguas de los esteros se pudren inútilmente y la selva engendra la maldad en el corazón de los hombres. Abajo está la muerte entre los lodazales, están el oro fácil, el aguardiente y la sangre, siempre la sangre». Y lanzaba su hipótesis sobre el origen de la maldad: «Abajo reina la codicia. Ella mueve a los hombres. Ella es la reina de la costa, destructora de impulsos. Porque en la selva húmeda no ha entrado la palabra de Dios, ni el nombre de Cristo; y en los esteros y las pampas los hombres han arrojado a Dios de sus corazones, para entregarse a la codicia, engendradora de males…»
Diatribas moralizantes aparte, Bernal ya era un escritor prolífico para entonces y, en sentido contrario al entusiasmo político de la época, se convirtió en un crítico de la pérdida de rumbo de la Revolución Mexicana a la manera de Carlos Fuentes en la novela La muerte de Artemio Cruz y Juan Rulfo con sus célebres libros El llano en llamas y Pedro Páramo.
Momento clave en su vida fue cuando Bernal debutó como escritor con Federico Reyes, el cristero (1941), un poema narrativo que abordó la causa religiosa propiciada por las luchas de los caudillos revolucionarios. Luego apareció otro poemario suyo: Improperio a Nueva York y otros poemas (1943), donde impugna la voracidad del capitalismo y la deshumanización de la gran urbe.
Dentro de aquel poeta que era Bernal latía, poderoso, el verbo de un ambicioso narrador. Es con Memorias de Santiago Oxtotilpan (1945) que se asume como novelista. En esta obra es el mismo pueblo el que relata su historia de cuatro siglos: colonia, independencia y revolución, una revolución de magros resultados pero abundantes abusos y violencias. Bernal toma partido por los hacendados que se ocupan de sus peones y cuestiona la revolución y la reforma agraria.
Al retornar a México de Europa, este escritor fundó la Editorial Canek con el escritor José Muñoz Cota y empezó a explorar el relato policial de enigma. Primero publicó la novela Un muerto en la tumba (1946) y Tres novelas policiacas (1946), protagonizadas por el detective aficionado Teódulo Batanes, hombre miope y desgarbado que tiene el vicio de usar sinónimos en cuanta cosa dice.
Tras la lectura atenta de novelistas policiacos estadunidenses, veintitrés años después de la aparición de sus primeras obras en el género negro, Bernal emprendió la aventura de El complot mongol (1969), que se conviritó en la primera novela policiaca mexicana de contenido social y violenta expresión lingüística.
“Aquí, Rafael Bernal (…) logró la total eficacia de sus recursos expresivos. Ya no habló de Dios, de la caridad ni de la civilización como alternativas frente a la maldad; no cuestionó el reparto agrario ni los hechos armados, sino demostró las taras con que nació la revolución, mismas que había señalado en obras como El fin de la esperanza”, detalla Vicente Francisco Torres. “Su lenguaje se salió de los márgenes de la propiedad y se hizo ágil y soez, lleno de mexicanismos (requintadita, cobero, cachondear, fierrada, contlapache) para poder caracterizar a sus personajes y ser consecuente con su tema. En este sentido, encontramos otros dos giros importantes: el escepticismo de sus libros anteriores, con el personaje Filiberto García, se transformó en cinismo y, el tono serio y hasta solemne de sus textos precedentes, en El complot mongol se llenó de ironía. El humor macabro que era impensable en sus libros anteriores, aquí apareció contundentemente: ‘Y hay que sacarle el cuchillo de las costillas. No se puede gastar un cuchillo para cada muerto. Más vale que Martita no lo vea. A veces los muertos aprietan las costillas. Como que se vuelven medio codiciosos. Y a ese cuchillo le he tomado cariño. Ya solito sabe el oficio’».