Por: Jesús Guzmán Urióstegui
Vestido de manera estrafalaria, entre octubre de 1879 y junio de 1880 un dentista suizo se paseó por los lares del corazón de la ciudad de México, en eso que ahora conocemos como el Centro Histórico. Se dejó ver por los sitios más concurridos: la calle de Plateros, el teatro Principal, la Catedral, la Plaza de Armas, los cafés París y La Concordia, famoso este último por sus helados y su oporto, la cantina El Globo, entre otros, haciendo alarde en todos ellos de su enorme facilidad de palabra y de su gusto por las mujeres, la música y el vino. Ni qué decir de sus habilidades como sacamuelas, o de sus afanes como vendedor de pomadas y pastillas maravillosas, menjurjes para todo tipo de gustos y cuerpos, pues era un benefactor de la humanidad, según él.
Algo mago, algo parlanchín, no tardó en levantar ámpula en el mundo cientí- fico capitalino. No sólo por los métodos que implementaba, sino también por el éxito que obtenía. Todo llegó junto, hasta el juego de palabras que definió su sobrenombre, debido seguramente a la complicada pronunciación de su apellido. ¿Quién iba a fijarse en la forma correcta de decir Meraulyok?Quizá algunos pudientes y cultos conocedores de las lenguas extranjeras, pero éstos rápido le cerraron las puertas.Los simples mortales, el pueblo llano y la denominada leperada lo bautizaron como lo entendieron, tanto en broma como en serio:
¡Merolico, Merolico!
¿Quién te dio tan grande pico?
Para unos era un milagro, para otros representaba la revolución científica, el dominio de la física y la química, el triunfo del magnetismo. Varios más decían que no era sino un charlatán, un sinvergüenza, un ladrón y estafador. No faltaron tampoco los cautos que pidieron que se le dejara tranquilo, siempre y cuando el Consejo Superior de Medicina asegurara que las panaceas ofrecidas no provoca- ban ningún daño a los consumidores.
La fama trajo también la duda sobre sus orígenes. ¿Quién era este sujeto tan extravagante? ¿De qué extraña región de la tierra provenía, yqué circunstancias lo habían arrojado a la antigua Ciudad de los Palacios?
El misterio fue sólo momentáneo, aunque ello no quiere decir que su historia dejara de ser interesante, ni mucho menos fantástica. Rafael Juan de Meraulyok desembarcó en el puerto de Veracruz el 21 de agosto de 1879, siguiendo por en- cargo el rastro de una doncella secuestrada en algún apartado rincón del mundo. Una vez instalado en la capital de México, de inmediato se dio a conocer por su peculiarvestimenta, su buenadotación demedallas de oro, la compañía de una niña de tres años poseedora de una fuerza hercúlea, así como por su incansable labor médica, misma que, ya para la primera semana de noviembre, es decir en apenas quince días de trabajo, le había permitido curar de sordera y heridas antiguas a varias personas, además de extraer cerca de 4 500 muelas, a razón de trescientas por día. El problema de todo esto es que Meraulyok se con- virtió no sólo en “el terror de las muelas”, sino también en la preocupación de los dentistas y los médicos en general, porque les quitó fama y dinero, coincidieron en señalar los periodistas de la época. En un México convulso en lo político, con pleitos e incertidumbres sobre quién debería ocupar la silla presidencial después de Porfirio Díaz, el hombre nece- sario según Justo Sierra; con preocupaciones en lo económico por la escasez de recursos que no alcanzaban a veces ni para pagar salarios, las autoridades entendieron muy bien que el alboroto provocado por Merolico fácilmente podía desencadenar reacciones contrarias a la tan decantada paz, desmentida a cada rato por el incremento del bandidaje y la represión. Sobre esta base, había que tenerlo bien vigilado, y por eso le asignaron un espacio único de trabajo público: la plaza del Seminario, a un costado de la catedral, con varios policías de cus- todia con el supuesto de que eran para evitar a los ladrones que quisieran aprovecharse de los tumultos.
Ahí atendió casi todos los días, en consultas gratis de las siete de la mañana a la una de la tarde, encaminándose después a la cura de los pudientes, al principio en su habitación del hotel Vergara -“uno de los mejores de México”-, y posterior- mente en una casa del mismo rumbo, la del Portal del Coliseo Viejo número 8. Al despuntar la noche, de las seis en adelante y hasta la una o dos de la madrugada, sus rumbos eran los del placer y el gozo exuberantes.
En el largo debate que se suscitó entre la comunidad médica, las autoridades y la prensa, quedó en claro que las leyes vigentes en el país no tenían nada en con- tra de la actividad laboral de Meraulyok, sobre todo porque al existir la libertad de trabajo y de profesión, no se le podía imponer castigo alguno mientras no atentara contra la salud pública. Así las cosas, y tras pagar cincuenta pesos de multa por faltarle los timbres fiscales a sus productos, el “sin rival en el mundo” contó con la disposición de todas las personas, siempre extrovertido y exhibicionista, dando de qué hablar en todo momento y en todos sentidos.
En la política, porque se hizo moda decir que los secretarios de gobierno, los candidatos y el propio presidente, prometían como Merolico; en la ciencia porque ya no había mejor cosa que seguir la revolución que éste pregonaba, la del elec- tromagnetismo; en la moda porque lo estrafalario de su vestimenta podía facilitar la llegada del pantalón para las mujeres; en la religión, porque cuando la ocasión lo ameritaba se decía protegido de Dios y en su nombre vendía rosarios y cruces, a la vez que impartía bendiciones; en la música y en las diversiones públicas en general, ya que fue motivo de una danza para piano compuesta en su honor por Gustavo Campa, y de una zarzuela titulada “El traga-espadas”, que, decía su autor, provocaría “silbidos, viejas sin habla, bulla y fandango, pulque y pedradas”; en el Congreso, que por su culpa tuvo que iniciar los debates en torno a la regu- lación de las profesiones; en la prensa, como motivo de noticia y de título de un “periódico charlatán, sin mentiras ni cautelas, que ha de sacar muchas muelas, como ustedes lo verán”; y, en fin, en la propia bibliografía mexicana pues Merolico, merolico, con su grande pico, con sus milagros, con sus diplomas universitarios, quedó plasmado en la propia vanidad de sus Memorias, las que salieron a la luz en mayo de 1880.