JUÁREZ AL CENTRO. El ‘cabezón’ de Benito Juárez

FOTO Chilpas
Esta imagen de Pablo Ortiz Monasterio es la portada de un libro llamado «Last City» (Twin Palms, 1995)

 

Arturo Mendoza Mociño

A la entrada de la Ciudad de México, por esa carretera que en sentido inverso lleva a Puebla, hay una cabezota de Benito Juárez tan grande  como un camión de redilas y que es imposible no ver porque, como si se tratara de un globo aerostático, esa escultura de metal que fue  fotografiada de manera magistral por Pablo Ortiz Monasterio en los años ochenta se yergue en el horizonte como uno de los tantos símbolos
que vuelven a Smogtitlán, la tierra del smog en náhuatl contemporáneo y contaminado con imecátls, la ciudad más surrealista y bizarra del orbe.
Tan bella es Smogtitlán en su monstruosidad humana y urbana, tan inconmensurable en la estupidez de sus políticos que hozan con nuestros impuestos, tan sublime en sus paradojas arquitectónicas, tan única en sus accidentes visuales, que uno siempre vuelve a ella y termina, aturdido, cantándole.

Como ahora que se escucha la charrasquita del güiro guapachoso que me lleva hasta aquella tarde donde supe por qué todas las esculturas del Benemérito  de las Américas parecían una continuación genealógica e histórica de las cabezas olmecas. Era entonces 1995 y yo era un joven reportero del diario Reforma que
tuvo un encuentro, no del tercer tipo, sino con un tipo inolvidable por su apariencia y por su vehemencia. Aquel misterioso hombre había llamado a la  redacción para ofrecer una exclusiva que cambiaría el rumbo de la historia mexicana. Sí, así lo aseguró y, al menos, cumplió su amenaza.

En el meritito Coyoacán, en las mesas al aire libre de El hijo del cuervo, memorable imán de conspiradores de la cebada y aspirantes a musas de escritores también de cebada, se encontraron el hombre de la exclusiva y el reportero en pos de la exclusiva.

—¿Si sabes quién fue Benito Juárez, verdad? —, preguntó de entrada como para romper el hielo.

—¡Por supuesto!

—Nada más quería ver si es cierto.

Guardó silencio y repasó su mirada en mi persona, juzgando traje, peinado y mocedad, midiéndome como el torero que espera que emerja el atasdo desde el burladero, como el taxista que cobrará el traslado al pasajero según luzcan las galas que porta, qué tanto repique su celular o cuánto brille el oro que pende del cuello o de las muñecas.

—¿Sabes cuándo murió?

Ese fue un golpe bajo. Al que sumó otros: causas de la muerte, velatorio, condolencias del extranjero, exequias. Estaba claro que dominaba, al parecer, la biografía del prócer. O más bien, todo sobre su muerte porque desenfundó de su espalda un oscuro portafolios como si fuera un gran zancudo y plegara sobre
la mesa una de sus alas, porque aquel hombre era flaco hasta los huesos aunque en su negra vestimenta desentonaba una chamarra de cuero de brontosaurio o, quizás, otra especie aún más insólita. Y el bigote, cómo olvidar el bigote que era toda una síntesis de su personalidad.

—Lo que tú ni nadie más sabe es lo que yo sé.

¿ ¿ ¿ ¿ ¿ ¿ ¿ ¿ ¿ ¿ ¡ !??????????

Lo que no sabía y él sí sabía era que cuando Juárez murió, el 18 de julio de 1872, los deudos, aturdidos por la pérdida dejaron pasar horas preciosas para que se le aplicara una máscara mortuoria y poder realizar así una copia fiel de su rostro. Los delgados bigotes del flaco mosquito vibraron de emoción cuando remató
su secreto:

—Por eso sale cabezón en todos lados porque se hinchó antes de tiempo.

Ante mi asombro desplegó copias de copias de fotos de aquella máscara. En todas ellas se veía más una cabeza olmeca que el rostro del oaxaqueño. Irreconocible  como la Campuzano. De pronto, como si quisiera levantar el vuelo ante mi incredulidad, los alambres que por bigotes tenía el contrariado divulgador se  erizaron cuando dijo:

—Esto tiene un precio.

¿ ¿ ¿ ¿ ¿ ¿ ¿ ¿ ¿ ¿ ¡ !??????????

Eso era lo que yo tampoco sabía. Que tener esa exclusiva y alguna copia de esos papeles tenía un precio. ¿Cómo? No se paga por divulgar u obtener información, respondí.

Los bigotillos vibraron con furia y de un golpe desaparecieron las pruebas, y se fue con sus zumbidos en busca de otro a quien sangrar, supongo. O quizás se fue en busca de la escultura más cercanas para corroborar su teoría.

Ya con otros acordes distintos al güiro pachanguero, cuenta la leyenda patria que aquel indio zapoteca nacido en Guelatao en 1806 fue valiente desde pequeño.  Que alguna vez una tormenta azotó una laguna donde él estaba y que, abandonado por otros, se quedó en ella a la espera de cielos más calmos. Por esa
actitud valiente surgió ese dicho que persiste hasta ahora: “¡A mí me hizo lo que al viento a Juárez!”.

Esa escena se repitió a lo largo de su vida. Nació indígena, pobre y se quedó huérfano pero terminó siendo un hombre de leyes. Fue presidente y se enfrentó a  la Iglesia, a los conservadores y a los franceses para terminar venciéndolos a todos. La muerte lo arrinconó más de una vez pero siempre hubo, como aquella
intervención de Guillermo Prieto, un escudo poético, tal vez blandido por la Patria, para mantenerlo con vida. Luego ordenó sin miramientos el fusilamiento de  Maximiliano de Habsburgo el 19 de junio de 1867 y sólo la muerte lo alejó de las cadenas de reelecciones por las que empezaba a tener una inocultable adicción  como, tiempo después, tendría otro amante del poder pero al cual no se le recuerda con ninguna estatua en México: Porfirio Díaz.

FOTO El busto al prócer oaxaqueño se ha replicado con una infinidad de variantes en todo el país. Esta pieza, monumental por sus seis toneladas de peso, está en la Alcaldía de Iztapalapa, en la salida hacia Puebla, al oriente de CDMX. FOTO: Gabriel Revelo/Sopitas.com

Por eso, cada vez que veo la cabezota de Juárez, recuerdo que en muchos otros sitios del país, como si fuera la mejor manera de honrarlo por sus ideas que permanecen o porque dentro de nuestro imaginario ya sólo quedó esta cabezota o porque no hubo presupuesto para armar el resto del cuerpo, me imagino cómo los lugareños del Museo Cabeza de Juárez usan la escultura de Luis Arenal Bastar como referencia:

—Nos vemos donde el Benito, a las seis.

—Cerca del Benito, sí, a dos cuadras. Derecho derecho.

—Cuando veas la cabeza del pastorcito te pones bien buza mija, no te vayas a quedar dormida otra vez.

—¿Ves aquella bola? Hasta allá vivo.

—¡No mames cabrón! Sí que se la mamaron cuando pusieron esa…

Esa mera.

Esa que ves por ahí cada vez que llegas y te vas.

Y que estará ahí después del Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución porque en 2010, en tales festejos, no se retiran monumentos, al contrario, se ponen otros igual de inolvidables por decir lo menos.

Periscopio CDMX (Esta historia fue publicada dentro de la columna llamada Relámpagos de fuga y que se ha publicado, de manera itinerante, en el suplemento cultural veracruzano Graffiti, el portal culichi La Pared, la cadena de diarios El Sol de México, y el diario limeño El peruano.)

El Museo Cabeza de Juárez está en Avenida Guelatao frente a la FES Zaragoza de la UNAM, muy cerca de la estación del Metro Guelatao. Este espacio cultural está abierto al público de lunes a viernes de las 8 am a las 3 pm y los sábados y domingos de 11 am a 5 pm.

 

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