Arturo Mendoza Mociño
Una tensa espera flotaba en el ambiente del Palacio Nacional el 5 de mayo de 1862. El presidente Benito Juárez y su gabinete seguían en vilo por el último telegrama enviado por Ignacio Zaragoza desde el campo de batalla en Puebla hacia las 12:30 del día. En el cable se informaba que el fuego de artillería de ambos bandos se había desatado.
Luego se instauró entre ellos el reino del silencio.
Ese silencio que avivaba incertidumbre y malos augurios. Por eso Juárez mandó al general Florencio Antillón, al mando de los Batallones de Guanajuato, para apoyar a Zaragoza. Y de esta manera sólo 2 mil hombres del Regimiento de Coraceros Capitalinos y algunos centenares de milicianos pobremente armados se quedaron para defender la Ciudad de México. No era esperanzador para nadie saber que, si las tropas de Antillón se perdían, la capital sería presa fácil del invasor.
Esa era la realidad mexicana y de su ejército. El país estaba exhausto por la Guerra de Reforma (1858-1861), donde el bando liberal, encabezado por Benito Juárez, impuso a los conservadores la Constitución Liberal de 1857, la cual, entre otras transformaciones, explica el etnohistoriador Venancio Armando Aguilar Patlán, separaba los asuntos religiosos de los asuntos civiles en la vida social mexicana.
Ese proceso llamado secularización y cuya primera y principal medida fue desposeer a la Iglesia católica mexicana de la gran masa de bienes raíces y de capitales que administraba, ya que el dominio y posesión de dichos bienes le habían conferido a la Iglesia católica tal poder, que ésta lo utilizaba para oponerse a las medidas que el gobierno liberal trataba de aplicar para propiciar el progreso económico y social.
En suma, la guerra entre liberales y conservadores había mermado la paupérrima economía del país, el Gobierno estaba en bancarrota —como ya era una tradición, “La Patria está pobre” se decían unos a otros, madres a hijos, dueños a trabajadores— y los recursos que la administración juarista podría obtener de la venta de los bienes de la Iglesia tenían tantos problemas legales que era imposible captar recursos de ahí porque, con diferentes artimañas, la jerarquía religiosa recurría a prestanombres para cambiar la posesión de diferentes bienes y tierras, una y otra vez, como se dan misas y se reparten bendiciones por la mañana y al caer el sol.
En esa espiral de pobreza y conflictos se encontraba la joven generación que defendió al país durante la invasión estadounidense y que ahora tenía entre 30 y 40 años de edad y tomaba sobre sus hombros la defensa del país ante el invasor francés. Así, con una escalofriante falta de recursos económicos y un hambre endémica, el país conjuntaba en la Ciudad de Puebla su única y última resistencia, ante la inminente toma de la Ciudad de México.
Un primer enfrentamiento, bastante menor, ocurrió en Acultzingo, en donde Ignacio Zaragoza al frente de 3 mil hombres, enfrentó a una avanzada del ejército francés y, en la refriega, les causó 32 bajas. La pequeña escaramuza apenas duró unas tres horas. Ya lejos de la refriega, Zaragoza comprobó con desaliento que el ejército mexicano era una mezcla de militares mal armados e indígenas peor armados.
Por eso la victoria de la batalla del 5 de mayo fue aleccionadora en varios sentidos. Primero logró posponer la intervención de las fuerzas napoleónicas durante un año, lo cual dio tiempo al gobierno de Juárez para medir sus fuerzas, organizar la inminente salida de la Ciudad de México y preparar la resistencia, explica el historiador Humberto Morales Moreno, catedrático de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP) y coordinador del libro de ensayos históricos Puebla en la época de Juárez y el Segundo Imperio, publicado por El Colegio de Puebla.
—La batalla dejó en evidencia que México no contaba todavía con un ejército de envergadura profesional pero el ánimo patriótico estaba por primera vez conectando con un sentimiento de identidad republicana que ya no era simplemente el patriotismo criollo de la etapa postvirreinal —explica el investigador en una entrevista concedida a El Universal el 28 de abril de 2012.
Los Estados Confederados de América
El riesgo de otra invasión estadounidense, tras la guerra de 1847, siempre permaneció latente. Y, de haber invadido México, los sureños estadounidenses se hubiesen fortalecido y, entrando a la arena de las especulaciones, podrían haber vencido a los unionistas —los del norte comandados por Abraham Lincon— y habrían creado un país que habrían llamado Estados Confederados de América, fracturando así a los Estados Unidos en dos naciones.La intervención francesa está estrechamente ligada a la Guerra de Reforma y a un suceso que cambió la historia de Estados Unidos: la Guerra de Secesión entre un norte liberal e industrial y un sur esclavista y tradicional, conflicto que duró del 12 de abril de 1861 al 9 de abril de 1865 y que distrajo a la naciente potencia industrial de su “Destino Manifiesto” de gobernar toda América.
Pero eso no ocurrió para fortuna de Juárez, quien, desesperado por tener recursos económicos y armas para vencer a sus enemigos conservadores, estableció el Tratado Ocampo-MacLane el 14 de diciembre de 1859 para ceder a Estados Unidos y a perpetuidad, el derecho de tránsito por el Istmo de Tehuantepec, de un mar al otro, por cualquier camino existente o por existir, además de los derechos de tránsito entre la ciudad de Guaymas, en el Golfo de California al rancho de Nogales, y de Camargo y Matamoros, sobre el río Bravo del Norte, al puerto de Mazatlán por la vía de Monterrey, relata el prolífico escritor chihuahuense José Fuentes Mares en su libro Biografía de una nación. De Cortés a De la Madrid. Tanta fue la suerte del oaxaqueño que el Congreso de Estados Unidos no ratificó los tratados y la marina de ese país le ayudó a hundir la flota de sus adversarios en Veracruz. Así, de golpe, los conservadores mexicanos fueron derrotados y tuvieron que buscar ayuda, como Juárez, en el extranjero y en Europa hallaron el apoyo de Francia.
Gracias a la Guerra de Secesión, Napoleón III, Emperador del Segundo Imperio Francés, vio la oportunidad perfecta para establecer en México una monarquía afín a él. El padre del periodismo cultural mexicano, Fernando Benítez, describe en Un indio zapoteco llamado Benito Juárez de qué estaba hecho hombre que el novelista francés Víctor Hugo siempre llamó “Napoleón el Pequeño”.
Tras favorecer la creación del Canal de Suez, que partía en dos África y Asia y unía el Mar Mediterráneo con el Mar Rojo, Napoleón III soñaba con acortar las distancias entre los continentes, facilitar las comunicaciones y poner en circulación riquezas aún inexploradas. Por eso su mirada se posó en América para abrir un canal interoceánico que uniera el Océano Pacífico con el Caribe y el Atlántico y que se llamaría, por supuesto, Canal Napoleón.
Otra razón que lo anima era detener el arrollador avance del expansionismo militar y el poderío industrial de los Estados Unidos —su creciente competidor comercial— hacia el sur del continente americano. “En su opinión”, escribe Benítez, “era indispensable evitar la destrucción de la raza latina en América, establecer gobiernos fuertes en estas naciones, que brandaran paz y seguridad, y así llevar a cabo una grandiosa empresa en continente para gloria de su Imperio y de Europa”.
Incluso, ya desatadas las hostilidades en suelo mexicano, Napoleón III, refiere Celia Salazar Exaire, autora del libro Los fuertes de Loreto y Guadalupe, recibió el ofrecimiento de la confederación sureña de recibir algodón por el monto de 12 millones de dólares si la armada francesa levantaba el bloqueo que tenían los puertos secesionistas por parte de barcos norteños. Pero su genio militar le hizo desoír la oferta y concentrarse primero en México.
Por eso, reitera el historiador Aguilar Patlán, Napoleón III decidió aprovechar el divisionismo entre los mexicanos para intervenir con su poderoso ejército y fundar en la joven y desgarrada nación mexicana una colonia o protectorado francés, encabezado por un príncipe extranjero, papel que recayó en el aristócrata austríaco Maximiliano de Habsburgo.
Todo se tramó en Londres el 31 de octubre de 1861. Ese día, representantes de los gobiernos de España, Francia e Inglaterra se reunieron para exigirle al gobierno de Juárez el pago de la deuda contraída con anterioridad. Preocupados por el incumplimiento de sus créditos, delegaciones militares de cada uno de los países demandantes llegaron a México. España lo hizo en diciembre de 1861 y las fuerzas inglesas y francesas en enero del año siguiente.
Los batallones de los tres países acreedores desembarcaron en el puerto de Veracruz a principios de 1862, en un evidente intento de invasión. Juárez llegó a un acuerdo diplomático con ingleses y españoles, estableciendo los acuerdos de La Soledad, y sus escuadras fueron repatriadas, pero no sucedió lo mismo con los franceses. Tropas adicionales al ejército francés, integradas por belgas, austriacos, polacos y soldados de La Legión Extranjera desembarcaron en Veracruz en marzo de 1862.
Los invasores estadounidenses requirieron dos años (1846-48) y 10 mil hombres para invadir México hasta ocupar la Ciudad de México el 16 de septiembre de 1847. Los militares franceses, guiados por las consejos de Juan Almonte, hijo de Morelos sumado al bando conservador, y Dubois de Saligny, embajador francés nombrado por Napoleón, pensaban que serían recibidos por lluvias de flores cuando lo encontraron siempre fueron balas y repudio.
Con una economía destruida por casi 50 años de guerras civiles, con un Estado débil y una población dividida por las pugnas entre facciones liberales y conservadoras, la conquista del país parecía una empresa factible con un contingente reducido de soldados. Habían pasado solamente 13 años desde la última invasión que costó al país la pérdida de territorios de 2.4 millones de km cuadrados. Esa última invasión había brindado una amarga lección que establecía que los mexicanos no debían enfrentar a sus enemigos desunidos. Las tropas francesas ocuparon el territorio de México, con una resistencia que nunca cesó, entre 1862 y 1867.
Por eso, el primer objetivo militar de los invasores fue capturar la aduana de Veracruz porque la actividad económica de México era agrícola primordialmente, ya que el 80 por ciento de la población vivía en el campo y la industria prácticamente no existía porque, tanto la minería como los textiles, se habían colapsado por tantas guerras e inseguridad en los caminos. Después de Veracruz, los caminos que siguieron los franceses fueron de asaltos guerrilleros y raros momentos de sosiego y descanso.
Periscopio CDMX (Este es un fragmento de la crónica que publicó el portal Estado Mayor el