por: Fernando Escobar Robles
“Lancé mi alma a lo invisible y poco a poco me la devolvió”.
El Retrato de Dorian Grey, Oscar Wilde.
Aquella tarde calurosa de abril, cuando entrabas del brazo de tu madre a la iglesia de Santa Catarina, yo leía el periódico y fumaba un cigarro bajo la sombra de las jacarandas del parque de enfrente. Vestías un traje azul oscuro, camisa blanca y corbata roja. Tu madre, doña Isabel, de luto por el recién fallecimiento de tu padre, don Manuel, lucía un vestido negro muy elegante, pero sobrio, por el duelo familiar. Pensé en esos instantes que asistían a misa precisamente por cumplirse un mes del deceso. Tiempo después supe que habías ido a jurar para no volver tomar alcohol en toda tu vida, pues tal promesa le habías hecho a tu progenitor en su lecho de muerte. Aunque hay quienes sostienen que fue él quien te lo pidió en agonía y que no pudiste negarte a tal petición.
Para los que te conocíamos, andar de traje y bien bañado, muy arregladito y perfumadito, significaba, no sobriedad, sino abstinencia, es decir, cero alcohol, drogas y desmadre colateral. ¿Por cuánto tiempo?, se preguntaba la gente, apostando entre ellos que no por mucho. “Que guapo y galante se ve Manuelito cuando no toma”, decían la Lucha y la Meche que, por cierto, siempre te tuvieron ganas y tú como si nada. De hecho se llegó a pensar en la vecindad que eras maricón, pues a la Meche nadie le hacía el feo con esos atributos que Dios le dio.
Pobre de doña Isabel, murmuraba la misma gente del vecindario, que pecado habrá cometido para tener un hijo así de descarriado y borracho. Si de por sí, ya cargó su cruz con su difunto esposo que le ponía los cuernos con cuanta piruja se le pusiera enfrente. Tanto que las malas lenguas decían que el “Chorejas” y el “Huesos”, los hijos de doña Lupe, la del 15, eran tus medios hermanos.
De los motivos por los cuales bebías compulsivamente se cuentan muchas historias, cuentos y mitos. Unos decían que era por la herencia genética de tu abuelo paterno, don Elías, de renombrada fama en el barrio de La Lagunilla por sus memorables parrandas con los del “té por ocho”. Que era de a 10 centavos, pero ellos lo regateaban a 8 y con piquete, por eso se les quedó lo de teporochos. Otros más opinaban que habías contraído el “mal de amores”, “el afloja todo” al meterte con una mujer mayor que tú y que te dio a beber “agua de coco” y que te tenía metido en una botella de alcohol con un muñeco idéntico a ti. Lo cierto es que siempre andabas con una sed eterna de alcohol.
Hugo, tu mejor amigo, con quien estudiaste la primaria, la secundaria y parte de la prepa, compartieron las primeras caguamas en las fondas del callejón de “La Vaquita”, contaba que tomabas de tal manera porque tu noviecita del alma, la “puta de Silvia” -así le decía él- se había embarazado del maestro de Filosofía de la prepa. Silvia a manera de consuelo te dejó una nota: “Para el corazón, el amor tiene razones que la razón desconoce”. Espero que algún día llegues a perdonarme y encuentres una mujer que te haga feliz, te lo mereces: Chivis”.
Había gente que comentaba otras razones a tu suicida manera de beber y de vivir. Argumentaban el aspecto monetario y educativo que tus padres les inculcaron. Los riquillos de la vecindad, los creídos, los sobrados, los ojetes. Tu papá, salía al zaguán de la vecindad con ínfulas de magnate griego, en bata y pantuflas a recibir la revista Seleciones del Reader’s Digest, para que toda la gente viera lo que leían en casa de los Zapata, con la sana intención de hacer menos a los que no pasaban de leer a Pepín o a La Familia Burrón.
La afiladuría de tu papá, muy reconocida en los rumbos de la Lagunilla y otros barrios cercanos, les proporcionaba buenos ingresos económicos a ti y toda tu parentela. A diferencia de la mayoría de las familias que ahí vivían, que andaban siempre con el “Jesús en la boca” para completar el gasto. Familias de muebleros, comerciantes y obreros que apenas si sobrevivían con lo poco que ganaban en sus trabajos. Por lo que, muchos sostenían que el motivo de tu vicio se debía a la alcahuetería de tu madre y al desinterés de tu padre por no enseñarles valores de convivencia y de trabajo a ti y a tus hermanos.
Marcos y Adriana no tomaban ni se drogaban. El alcohol no hace monstruos, nada más los descubre, decían. Su altanería y actitud de perdonavidas les impidió contar con amigos en su infancia y juventud, incluso en la de adultos. Los dos no pudieron sostener o mantener una relación de pareja con nadie por más de un año. Se casan, se divorcian, se juntan, se rejuntan y truenan.
Tendrías por esos ayeres unos 20 años, eran los 60. Los años dorados del rock y del hippismo: Festival de Woodstock, los Doors y Jim Morrison, Janis Joplin y Jimmy Hendrix, pelo largo y pantalones de campana. Tu manera de beber y de fumar mota se fue incrementando considerablemente, peligrosamente. Hasta convertirse en una especie de boomerang que golpea al que no maneja la técnica. Tus familiares te ingresaron por primera vez a una granja de AA, no porque te quisieran mucho, sino porque les daba vergüenza verte tirado en las calles del barrio.
Pese a todo, en contra de tu voluntad y demás alegatos que esgrimías sobre la abstinencia total y forzada a la que te sometían estos grupos de autoayuda, dejabas de beber por un tiempo. Te transformabas en otra persona, amable, amigable y hasta simpático. Los empleados de tu papá te estimaban y no se diga el vecindario. Pero como la misma gente decía: no tomabas agua de horchata o agua bendita. En el fondo todos tenemos algo del “Dr. Hyde” y “Mister Jekyll”.
¡Qué bueno!, decía la gente, la misma que apostaba a que no durabas mucho de abstemio: “Manuelito por fin ha dejado de tomar”. Y era sincero el sentimiento de las personas, verte tirado en las calles daba pena. Sobre todo a aquellos que compartieron contigo lo mejor de su adolescencia y juventud en el barrio de La Lagunilla.
Entre los muchachos y muchachas del barrio se contaban algunas anécdotas famosas de ti y esos años maravillosos de los setenta. Entre otras, aquella en la que encabezaste el portazo al Antonio Caso, cuando “El Mandril” organizaba las tocadas de rock en Tlatelolco. Se armaron los madrazos y todo…pero tú bailaste a ritmo de “bugui refrito” junto con el Oso Barmy en el estrado gritando que el “Rey Lagarto” había reencarnado en tu preciosa humanidad.
Por cierto, tu colección de discos de rock era de las mejores del rumbo. Todo mundo hablaba de ella. Sobre todo en esas noches de madrugada cuando salías a la calle para invitar a tus amigos a que te hicieran compañía escuchando música mientras espantabas a tus monstruos internos. Presumías en esas famosas veladas tus discos importados y de edición limitada que te mandaba un pariente que vivía en los Ángeles, California. Te sentías orgulloso de tus saberes musicales, de rolas y grupos prestigiados de la época. No dejabas hablar a nadie, mucho menos si el tema era Morrison y los Doors, su masturbación en el concierto de Miami, que lo conociste cuando vino a México y que te habías tomado unos tequilas con él en la cueva de Batiz, que fuiste invitado especial del hijo de Díaz Ordaz cuando tocaron en los Pinos, que lo acompañaste a Oaxaca con María Sabina a comerse unos hongos y reencontrarse con su nahual. Todos intuían que mentías, pero nadie apostaba lo contrario.
Cuentan que en esa ocasión te querías cortar una borrachera de varios días y estabas tomando unas fuertes pastillas para los nervios, pero nada te hacía ni te tranquilizaba, hasta que conseguías mantener en tu estomago unos tragos de tequila, pues todo lo vomitabas. Dejabas la tele y la luz prendida para no sentirte aislado del mundo. Decías que los cabrones ratones no te dejaban en paz, pues era el momento en que éstos se ponían a jugar dominó y que pinche escándalo hacían.
En el fondo de tu alma siempre buscaste la forma de vivir sin beber alcohol. Los juramentos a tu mamacita y a la Virgen de Guadalupe, las limpias con los brujos de la Martín Carrera y el mercado de Sonora, las reuniones con los AA, inscribirte a natación en el deportivo Guelatao, trotar por las mañanas, hacer yoga, practicar el budismo, etc., nada te funcionaba. A la vuelta de la esquina, Manuelito otra vez hasta la madre de pedo. Y no eran uno o dos días de juerga, no señor, un chingo hasta perder la cuenta y la conciencia. Hubo varias veces que tuvieron que ir por ti a Acapulco, tu lugar preferido para rematar las parrandas.
Por eso, ese día que te vi entrando a la iglesia y que supe que habías ido a jurar, me dio gusto por ti. Pensé que al fin las plegarias de doña Isabel a la virgencita de Guadalupe y San Juditas habían tenido resultados milagrosos en ti. ¡Qué va!, a los pocos días de verte en la iglesia me enteré que andabas arrastrando la cobija con los teporochos de Garibaldi y que habías ido a parar a la tercera en donde para escarmentar te raparon la cabeza para humillarte aún más. Como si la vida no se hubiera ya encargando de eso.
Cansados tus familiares, sobre todo tu madre, de tan lastimosa situación, te llevaron otra vez al único lugar en donde dejabas de beber. En ese lugar, por fin, encontraste la solución, ahora sí, para siempre. Manuelito descansa en paz, dijo la gente de la vecindad. En tu adiós, te puso la banda la canción de los Doors: El fin. Aunque yo hubiera preferido escuchar caman baby lich my fyre.
http://tu.tv/videos/the-doors-enciende-mi-fuego-subti