PSSSTT ¡a la cola, joven!

A la colaPor Luis Eduardo Alcántara

Lo mismo en el cine que en el banco, en la política o en el futbol, todos hemos aguardado nuestra entrada en algún lugar o en alguna situación específica. Siempre es engorroso participar de una cola. Si es larga, se necesita humildad para sostenernos en ella, entonces reconocemos que somos gente de a pie, sin influencias o canonjías de ninguna clase. De ahí el justificado rencor que descargamos contra el que llega como si nada y se nos quiere meter, literalmente, a la cola.

Si la fila es pequeña, el hecho queda en un discreto rumor contra el oportunista; pero si la cola es de esas que inflaman varices, no es extraño escuchar gritos y expresiones como: ¡No dejen que se meta! ¡A la cola joven! (en el mejor de los casos, porque si no ¡a la cola, pin… cab…!). Se puede decir, sin exagerar, que buena parte de nuestra vida transcurre detrás de una cola. Por lo general, no se las puede burlar, pero el día que lo conseguimos lo relatamos a posteriori como una hazaña. Del mismo modo, el mejor favor que podemos hacer a alguien es salvarlo de hacer cola.

Hay de colas a colas

Como cualquier gente normal, odio las colas, pero éstas ya forman parte del paisaje urbano. Más aún, soy -como muchos otros- víctima de seres malignos que, por lo visto, al nacer en lugar de torta trajeron al mundo una cola (considerando todo lo que de seguro tardó su madre en parirlos). Si voy en Metro –supongamos, en la estación Zócalo- me encuentro con que estacionado en el torniquete hay un hombre obstruyendo el paso de 20 usuarios, porque con total parsimonia no puede introducir el cartoncito en el respectivo agujero del mecánico artefacto.

Si me dirijo al banco, me toca que el de adelante intente cambiar al mismo tiempo tres cheques, revise su cuenta de ahorros, pague varias facturas, el teléfono y de pilón deposite mil pesos en puritita morralla.

En el supermercado, mis padecimientos alcanzan situaciones extremas: la señora que me antecede lleva consigo varios productos sin precio, y entonces, lo que corresponde, es detener la fi la para que el cerillo vaya a cada departamento a verificarlos; una vez que el valor de las mercancías es corroborado, la señora descarga con lentitud sus dos carritos repletos de enseres y termina pagando, una parte, con efectivo, y la otra, con cien vales de despensa que la cajera, como buena empleada que es, despliega con franciscana calma.

¿Cuándo se inventó la cola?

¿Cuándo aparecen las colas en la historia? Por eso las colas y las neurosis van de la mano. Quién sabe en qué momento se desata con toda violencia la impotencia generada en nosotros y, entonces, empiezan otros problemas, quizá otras colas (para pagar una multa, por ejemplo). Hay que tener la cabeza bien fría para valorar en qué momento conviene burlar una hilera de gente; de lo contrario, se corre el peligro de efectuar transacciones poco favorables, del tipo “perdí tres dientes, pero no hice cola”. Siendo un fenómeno universal y permanente, es preciso preguntarnos: ¿Qué fue primero, la masa o la cola? ¿Cuándo aparecen las colas en la historia?

Cuando la humanidad descansa de hacer ciertas colas, empieza invariablemente a hacer otras. Véase el caso de los rusos, pueblos cuya colafobia ha desembocado (al decir de las colotas que, con o sin, Partido Comunista, se le ve hacer) en una aparente colafilia. Por eso yo, de cola, sólo me gusta el refresco.

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