FOTO AMMArturo Mendoza Mociño/Periscopio CDMX
El 4 de mayo de 1938 nació Carlos Monsiváis en un hogar cristiano que le inculcó el amor por la palabra bíblica. El 1 de abril de 2010, el prolífico cronista, prologuista y activista social , fue internado en el área de terapia intensiva del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán, al sur de la capital, debido a una fibrosis pulmonar que le arrancó la vida el 19 de junio de 2010 a los 71 años.
Hace una década, en el momento de su muerte, escribí esta personal despedida, publicada en el semanario cancunense Luces del Siglo en su número 359 del 27 de junio de 2010, al cronista que no conoció la fatiga porque, desde aquel momento, la pesadilla de los antologadores de la obra de Monsiváis acaba de comenzar porque escribía y publicaba como respiraba. En periódicos, revistas, discos, museos, donde pudiera colarse la letra impresa. Parecía que no descansaba nunca. Si las obras completas de Alfonso Reyes suman 26 volúmenes y las de Octavio Paz conforman 15, la galaxia que fue Monsi representa un trabajo titánico por todos los temas que escribió. De hecho, en noviembre del año pasado, en el Museo de Antropología, se realizaron una serie de conferencias sobre el legado de Monsiváis. Allí, Paco Ignacio Taibo II, director del Fondo de Cultura Económica, dijo que se planeaba realizar una antología para jóvenes de Carlos Monsiváis por parte de la editora estatal aunque antes se tenía que negociar con su casa de siempre: Era. Aún sigue en el limbo, a causa de la emergencia Covid-19, la aparición de esa obra.
Mito genial, un felino que honraba con su nombre la negación de la pobreza en México por Pedro Aspe Armella durante el salinato, murió el 16 de junio contando 17 años de edad. Carlos Monsiváis, su dueño, aquejado de fibrosis pulmonar, dejó de respirar pocos días después, a las 13:48 horas del sábado 19 de junio, en el área de terapia intensiva del Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición “Salvador Zubirán”.
Cuentan sus familiares y la enfermera María del Carmen Carvajal que entre ese arco de días, los 12 gatos, con sus 108 vidas a cuestas, empezaron a maullar con desespero y rasgaron sillones y papeles. Ellos ya intuían el peso de la muerte. Esos gatos y quizás otros más compartían en salvaje compañía los libreros y los resquicios de la casa de Monsiváis. Varios se fueron del número 62 en la calle San Simón, cerca de la Colonia Portales, al sur de Ciudad de México, dejando tras de sí ese tufo que daba la bienvenida a esa casa que era un torbellino sin sosiego de libros y libros y libros que reposaban por doquier como los incontables gatos que velaban los trabajos de un hombre que no conoció la fatiga ni la desmemoria desde que nació el 4 de mayo de 1938 en la ciudad que crónico como sus antecesores Artemio de Valle Arizpe y Salvador Novo.
Por sus cualidades, inteligencia, agilidad, autonomía emocional y belleza cambiante, Monsiváis adoraba a los gatos. Tras analizar sus cualidades psicológicas los bautizaba con peculiares nombres. Sostenía que ellos, como la única posibilidad de acariciar un tigre, eran los que aprobaban la calidad de sus textos porque deducían si había escrito de más o mal cuando se acurrucaban o ronroneaban sobre esos manuscritos que mandaba a las decenas de medios donde colaboraba.
Su amiga personal, la también escritora Elena Poniatowsa, la Poni, dijo que su rostro era cada vez más felino, sus carcajadas próximas al maullido y sus uñas más afiladas. En cambio, el escritor Luis González de Alba, uno de sus mayores detractores, sostenía que Monsiváis era un hombre que, como sus mascotas, siempre caía parado. “Por eso le gustan los gatos. No se arriesga nunca. Nunca se le oirá una opinión riesgosa”.
Omar García Cervantes es el último compañero de Monsiváis en años recientes. Estuvo con él en su larga hospitalización iniciada el 2 de abril, en su velorio y en los homenajes que se le han rendido al escritor. Omar, sin duda, lleva sin abatimiento el porte de la discreción y en él recaen buena parte de las condolencias de la comunidad homosexual mexicana que tanto le debe a quien llamaron, con profundo cariño, la Monsi.
En diferentes momentos, y con variables grados de éxito mediático, varios de aquellos que se ufanan de haber tenido amoríos con él contarán ahora sin tapujos aquellas escenas de pudor y liviandad que el escritor sembró por doquier y que después se empeñó en ocultar con distintos métodos.
Está aquel artista visual de Guadalajara que compartió con él varios encuentros donde se practicaba la tortillería, un juego erótico donde los participantes más jóvenes se recostaban en el suelo y se colocaban boca arriba para que los visitantes, Monsiváis y otro afamado novelista de su generación, rodaran encima de ellos para elegir a su pareja de amor nocturno deteniéndose con un tierno beso que era festejado por todos.
O bien aquella ave nocturna que frecuentaba el Bar 14, atrás del mercado de antojitos en Garibaldi, en Ciudad de México, donde soldados homosexuales se atenazaban entre sus músculos al descubierto mientras en la pista se practicaba sexo en vivo y el cronista emulaba en arrumacos a las parejas que lo rodeaban, quizás porque no tenían ojos que da pánico soñar, como homenajeó a Monsiváis alguna vez otro cronista, José Joaquín Blanco. Esa fue una de las grandes paradojas del autor de Apocalipstick: sus preferencias sexuales y sus parejas sentimentales siempre fueron tema tabú en comparación de su defensa de la comunidad gay, sus derechos, sus momentos históricos, siempre abierta, pública y belicosa.
Nalgador Sobo fue el apodo que recibió Salvador Novo por su adicción a tener sexo en zonas públicas con jóvenes cadetes militares. Su vida, libertina y contada sin mesura por él mismo en varios libros, es lo opuesto a la discreción que siempre tuvo y deseó para sí Monsiváis, quien sin embargo escudriñó esas andanzas eróticas en clave de sombra en una imprescindible biografía llamada Salvador Novo. Lo marginal en el centro. Ambos son la cúspide de la crónica en México. Novo, ambicioso y con derecho de picaporte en distintas esferas del poder, inició la escritura de La vida en México en el Período Presidencial de Lázaro Cárdenas y la continuó hasta la presidencia de Miguel Alemán. Monsiváis, mejor dotado y con una envidiable y notable condición física, decidió volverse omnipresente y omnívoro.
Con una memoria elefantuna, escribió alguna vez González de Alba, memoriza desde el nombre del novelista del siglo XIX nunca citado, hasta el del último bar gay abierto en Tijuana; qué baños debe uno evitar en Chilpancingo o cuántas películas hizo María Antonieta Pons; qué le respondió María Félix en cierta ocasión a
Novo; cuál es el novelista sudafricano en ascenso y cuál poeta holandés ya nadie lee; los nombres de toda la Familia Burrón y el número en que Borola pone un orfanato y en vez de leche da agua con cal a los huérfanos; cuál cuento de Maupassant se parece a uno de Poe y dónde vivió Lizardi; la letra de Cenizaso; cuál es el estanquillo más viejo de Tlalpan.
Es una máquina traganombres, un fichero andante, una enciclopedia de la trivia y una presencia en cualquier lugar donde alguien comience a sonar, ya sea una Gloria Trevi adolescente o el último ganador de los Juegos Florales de Macuspana. La Poni lo evoca, afiebrado, recitando versículos completos de la Biblia defendiéndose
de los niños católicos que lo hostilizaban. Ya era chingón desde chiquito.
Supermonsiváis tenía varios superpoderes donde destacaba el del desdoblamiento. Por eso un ejército de monsivaises se desperdigaba a los cuatro vientos. Uno iba a Chiapas para ayudar a los zapatistas, otro se quedaba en casa escribiendo. Se les veía en varias presentaciones simultáneas a donde, misteriosamente, llegaban tarde siempre y con el cabello desaliñado. Otros más iban a las marchas de la ciudad de las marchas. Luego iban salvando, adoptando o acariciando un gato para luego recorrer, raudos, a bordo del gusano anaranjado una ciudad post apocalíptica donde lo peor siempre ya había pasado. Felices todos porque les sobraban temas para escribir sobre la gran ¡¡¡¡¡MegaCalcuta!!!!!
Como prolífico prologuista de cientos de obras causó el enfado de Rius, otro autor compulsivo y multitemático, quien editó un libro suyo con la leyenda: “Este libro no tiene prólogo de Carlos Monsiváis”.
Varios intentaron definirlo y entenderlo. Octavio Paz sentenció: “Es un nuevo género literario”. Sergio Pitol: “L’incollable Mr. Memory”. Adolfo Castañón: “El último escritor público en México porque todos pueden reconocerlo en la calle”. Raquel Tibol: “Es imprescindible, igual que Dios”. Jesús Silva-Herzog Márquez: “Como Whitman, albergaba multitudes”. Enrique Krauze: “Respiraba cultura”. Juan Villoro: “Era como Johan Cruyff, estaba en todas partes de la cancha y, aunque lo vieras en un sitio, determinaba los demás lugares”. “Soy un clon de mí mismo”, admitió en 1997. Un día de 2003, para alarma de su editor Jorge Herralde, quien tardó varios años en arrancarle el ensayo Aires de familia, hubo un evento donde no estuvo Monsiváis y el catalán dijo, no sin espanto: “México está en una crisis de abasto. Se ha quedado sin clones de Monsiváis”. Era la salvación del reportero holgazán y sin imaginación que no tenía nota, pero que podía convertir cualquier declaración de Monsiváis en un juicio severo al poder que siempre combatió desde la militancia de izquierda.
Insuperable. Irrepetible. Incomparable. Incansable. Inigualable. Inefable. Sobran y faltan adjetivos para definirlo. Lo cierto es que fue el único escritor que nunca vivió en una torre de marfil porque se le veía viajando en el metro, chachareando en La Lagunilla para enriquecer su colección de arte popular, vestido de Santa Claus en el filme Los Caifanes. Practicó varios géneros: ensayo, crónica, reportaje, cuento, crítica, aforismo. Fue partipante o fue entrevistado, centenares, miles de veces, en revistas, programas de radio y
televisión. Como caudillo cultural, a la manera de Octavio Paz y Fernando Benítez, divulgó, polemizó y bloqueó a sus enemigos.
Su humor era como el de la anémona hambrienta, veloz y letal y, no en pocas ocasiones, inentendible para esos mexicanos que no leen ni siquiera dos libros al año. Amén de los políticos, sus víctimas preferidas en esa trituradora llamada Por mi madre bohemios, estupidario nacional. Por eso era lo más parecido a una esfinge. Por eso también bromeaba cuando se le decía que había sido parodiado en Los detectives salvajes de Roberto Bolaño: ¿Acaso me entendió?
El pueblo, al que tanto escribió y describió, lo despidió tumultuosamente en Bellas Artes. Le cantaron “Amor perdido”, “Usted” y “Costumbres, y le lanzaron goyas. Tres banderas arropaban su féretro. La de la UNAM, la de México y la del arcoiris. Al pie, con ansia de vuelo, un papalote con su imagen realizado por su amigo Rafael Barajas, El fisgón. Y la voz de Poni se alzó sobre los enojos que suscitó la presencia de Alonso Lujambio, secretario de Educación Pública: “¿Qué vamos a hacer sin ti, Monsi? Tú eres el enfrentamiento a nuestra clase política y a nuestra clase empresarial, tú confrontas decisiones y declaraciones tramposas e irreales y te
indigna que nuestros tiempos sean los de la impunidad”.
Tras varios días de duelo y desconcierto se supo que Catzinger, Peligro, Caso Omiso, Copelas o Maúllas y Catástrofe, gatos deudos, siguen viviendo en San Simón mientras que otros seis han sido llevados a vivir a otras casas, informó Beatriz Sánchez Monsiváis. Todos siguen vivos luego que se especuló con su muerte y que se supiera que las cenizas de su dueño reposarán en el Museo del Estanquillo, lejos de todos ellos.
Periscopio CDMX