Arturo Mendoza Mociño
Todas las batallas de Benito Juárez, el prócer mexicano que hoy se honra en nuestra Patria y allende de nuestras fronteras, fue registrada por los suyos, los liberales que abrazaron su causa, y, también, por aquellos que lo combatieron, fueran franceses, belgas, austríacos y hasta descendientes ilustres de los insurgentes libertadores.
Las vastas bibliotecas de la calle de Donceles tienen entre sus acervos varias de estas obras que registraron, desde su simpatía, fobia u homenaje literario, al Benemérito de las Américas que determinó para la autonomía latinoamericana un frase decreto: «El respeto al derecho ajeno es la paz».
Desde el derecho de todo mexicano a leer la historia nacional aquí hay una relación de pasajes con diferentes ecos en el Centro Histórico de Ciudad de México desde lo más selecto de la narrativa nacional yendo de norte del país al Valle de Anáhuac:
Juárez, el rostro de piedra
El vozarrón de Eduardo Antonio Parra, cuya fragua literaria se hizo en Monterrey, Nuevo León, publicó en 2009 una novela que, desde el título, Juárez, el rostro de piedra (Grijalbo), determina el tono de la prosa.
Despojada de ornamentos poéticos, cruda y directa, esta novela se refleja en el Palacio Nacional y en la presurosa salida de Juárez hacia Estados Unidos para hallar refugio y conseguir apoyo militar para su causa:
La lejanía del tesoro
En la primavera de 1992 se publicaron 50 mil ejemplares de esta novela trepidante de Paco Ignacio Taibo II. Está dedicada a Paloma, su esposa, quien, reitera el autor neopoliciaco mexicano, como casi siempre, le dio «la solución». Es decir, el final. Y también el volumen de 313 folios evoca la distancia de José Luis Rhi Sausi. El personaje que imanta los pasajes es el General Vicente Riva Palacio, ancestro del columnista de El Financiero Raymundo Rivapalacio.
En un México desgarrado por la guerra continua, el poeta que fue también Riva Palacio, escolta del centro del país hasta Chihuahua, hacia la actual Ciudad Juárez, «un tesoro» que en la fabulación de la época se considera inconmensurable. México ha sido invadido por el Ejército francés que, desperdigado, pelea contra las guerrillas mexicanas que lo irán agotando.
De la valía de Rivapalacio cerca del lago michoacano de Zitácuaro se puede leer en la página doscientos cuatro:
«El (18)65 fue un año terrible, las lluvias caían una y otra vez. Noches enteras diluviando, inundaciones por doquier. De repente las nubes entoldaban el cielo y comenzaban a sucederse los zig zag del relámpago, el trueno rebotaba en los cerros.
«El segundo batallón de los belgas llegó a Zitácuaro el 20 de marzo, y ahí se reunió con las tropas del imperial Méndez. Los vigilaste de lejos. Tiroteos esporádicos, continuas represalias, incendios de pueblos y rancherías. A cada rato se elevaban las nubes negras de las poblaciones cercanas a Zitácuaro, como pidiendo zopilotes. Luego retornaban a la ciudad la columna de caballería ligera que habían desprendido horas antes y que estaba encabezada por campesinos esposados o amarrados, y las mulas con el saqueo de maíz. Ruina y hambre por todos lados, y tú mordiéndote los labios y el bigote, encanecido».
Y de los olvidados apaches en la historia nacional se rescata este preciso perfil de un mezcalero en la página doscientos treintayuno:
Zacatillo era un sején-ne, o sea lo que los mexicanos y los yankis llaman un mezcalero, aunque él no se reconocería bajo ese nombre; era por tanto y también para sus vecinos del sur y del norte, en cuyos dominios medianamente coexistía, un apache, aunque tal apelativo tampoco debería parecerle ajustada a la realidad, porque no se sentía en lo más mínimo identificado racialmente con cualquiera de las otras diez tribus que para mexicanos y gringos portaban ese nombre.
Decirle a un coyotero que él era igual a un chiricagua, o que la tribu que en México se conoce como faraones (¿qué tendrá que ver el antiguo Egipto y las pirámides con la apachería?) y que vive en las sierras entre el Río Grande y el Pecos, que está emparentada con los gileños; o que los jicarillas y los lipanes son apaches igual que los llaneros, sería tanto como pretender para sus contemporáneos mexicanos, que austríacos y nacionales de Toluca eran ramas de un mismo tronco, lo que equivaldría a decir que Maximiliano tenía derecho a sentarse en el trono de los aztecas.
Noticias del Imperio
Años en París, lecturas interminables pesquisas en archivos austrohúngaros, le llevaron a Fernando del Paso (1935-2018) escribir esta novela río que ha sido considerada la más hermosa de México escrita en las postrimerías del Siglo XX. Su aparición en 1987 fue todo un suceso por contar la historia nacional en voz de la mujer del austriaco Maximiliano de Habsburgo y que, para serenidad de tantos, fue tildada de loca en una cantaleta popular:
Carlota estaba muy lejos
y no vio la ejecución.
Además estaba loca:
no supo lo que pasó.
p 638
En uno de los monólogos más celebrados de la literatura hispanoamericana se revela la cruzada de fe católica que significó la aventura francesa que pretendía librar a México de la hegemonía estadunidense, y Carlota se lamenta:
«(…) Y cuando estaba yo rezando, frente a Él, pidiéndole como ustedes dicen no sé a quién, si a ese Dios que yo había negado tantas vecces o si a esas vírgenes a quienes tanto había yo ultrajado, o quizás a Él mismo, que estaba frente a mí a sólo unos pasos con la frente en alto; haciendo más azul esa mañana con sus ojos azules y partida en dos su larga barba rubia para descubrir el pecho, suplicándoles, sí, a todos los santos y los ángeles del paraíso, de rodillas en mi corazón porque mi deber de soldado era estar de pie y muy firme con el fusil americano en las manos, suplicándole a Él, Maximiliano, el nuevo Cristo que llegó a México para redimir nuestros pecados, suplicándole en nombre de todas esas imágenes que partí a machetazos para que sus pies y sus manos sirvieran de leña a las fogatas de los vivaques, rogándole que era bala de salva que siempre le ponen a uno de los fusiles del pelotón para que cada soldado pueda creer, si así lo desea, que no fue él el que mató al fusilado, pidiéndole que en mi fusil estuviera esa bala de salva para que con ella pudiera yo salvar mi alma, para que no cargara el resto de mis días con la culpa de haber dado muerte al Hijo de Dios, Maximiliano. Entonces, en esos momentos, decía, yo no estaba rezando. Porque yo no era yo.
Dijo el Capitán preparen
y el Emperador sonrió:
no se derramé más sangre,
se lo suplico por Dios.
El Capitán dijo apunten
y el Emperador pidió:
que yo quiero ser el último
que por la Patria murió.
Así dijo y con voz ronca
Viva México, gritó.
El Capitán dijo fuego
y el pelotón disparó.
¿Quién, entonces, estaba rezando? ¿Quién decía Padre Nuestro que estás en los cielos? Mexicanos, exclamó el Emperador. ¿Santificado sea tu nombre? Mexicanos, exclamó el Emperador. ¿Santificado sea tu nombre? Quiero que todos sepan. ¿Venga a nos tu reino? Que los hombres que tienen el derecho divino a gobernar. ¿Padre Nuestro que estás en México? Nacieron para hacer el bien de los pueblos. ¿Hágase Señor tu voluntad? O para convertirse en mártires. ¿Así en la Tierra como en el Cielo? Y que yo quiero ser el último. ¿La bala, Señor, me darás la bala? Cuya sangre se vierta. ¿Santificado sea tu nombre? Así en la Patria. ¿Me darás, Señor, la bala de salva para salvar mi alma? Como en el Cerro. ¿Me escuchas señor? (…)
pp 642-644
Periscopio CDMX