Violeta

Camina por la plancha del Zócalo, ausente, sin prisa. Seis treinta de la tarde, vendedores de papalotes, personas alimentando a las palomas, la explanada del Templo Mayor. El ruido de los tambores lo exaspera, huye por la acera de la Catedral, se detiene en la esquina, voltea y echa una mirada; entonces aparece ella, buenas piernas, la falda arriba de las rodillas, bastante discreta, pero inevitable. Cruza hacia la calle de Madero, su paso lento, seguro, caderas atractivas. Raúl camina más rápido, la alcanza, buen perfil, suculentos senos. No mantiene la distancia, se topa con la gente, lo empujan, el semáforo lo detiene en seco. Ella entra a una tienda de discos. Raúl espera en la acera de enfrente, fuma, su ausencia desaparece por completo, está al acecho, dirige la vista, nada, ella sigue adentro. La noche se acerca, las personas hacen nula la visibilidad, decide entrar a buscarla. Un vigilante lo detiene, le dice que apague el cigarro. La ciudad hierve, sale, va a una tienda, compra una bebida, se la termina, sigue alerta, va por otra bebida, pero piensa que le darán ganas de orinar y compra un chocolate con almendras. Lo desenvuelve y lo lame hasta derretirlo, está exquisito, regresa a comprar otro. Ocho de la noche, la mujer sale de la tienda de discos, espera ansiosa. Antes que Raúl la aborde llega un coche, ella se sube, besa en la boca al conductor y se marchan. Desilusionado, los mira perderse. Saca el chocolate, lo lame, piensa en las piernas y los senos de la mujer, se excita.
Violeta no habla, prende un cigarro, piensa en el tipo que la estuvo siguiendo hasta la tienda de discos. Simpático, pero un poco desaliñado. El conductor le acaricia las piernas, habla de su trabajo. Salen del Centro Histórico rumbo al sur. A la altura de Nativitas, le reclama que el sábado estuvo esperándola en la noche afuera de su departamento, le marcó al celular y siempre sonó ocupado. Ella le dice que no la moleste, está cansada. Entran por una calle oscura y el conductor la toma por la cabeza y la dirige hacia su sexo. Violeta, sin ganas, desabrocha el pantalón, lame, recuerda el chocolate que su admirador lamía, piensa: “si no estuviera tan naco”. Cuando reacciona el conductor eyacula, ella se retira y escupe hacia la banqueta. Le pide que la deje en la tienda, necesita comprar algo. Baja, dos muchachos la miran, el conductor se da cuenta, le deja un billete en la mano y se aleja rápidamente. “Pinche prejuicioso”, piensa Violeta.
Día siguiente, ocho de la noche, Raúl espera afuera de la tienda de discos. Ansioso, mejores ropas, limpio. Violeta sale, espera, mira los coches. El muchacho no reacciona, la observa, la falda arriba de las rodillas, más ajustada. Las piernas no son tan estéticas como creyó la noche anterior, quizá un poco llenitas, poderosas, pero largas. Cruza la avenida con cuidado, sin que ella lo vea, se acerca a un metro de distancia. Percibe la discreta fragancia que despide de su cuerpo, fina, seguramente costosa, la ropa de marca, elegante. Antes de poder hablarle llega un auto. Se estaciona, baja un hombre bien vestido, no es el de ayer, la besa rápido y abre la puerta, Violeta entra, prende un cigarro, arranca el auto. “Último modelo”, piensa Raúl. Va a la tienda y compra un chocolate con nueces, camina hacia el metro, triste, piensa en la mujer, en su ropa y en los dos hombres. Nunca se había sentido inferior, hasta esa noche. Desenvuelve el chocolate y lo muerde rabioso.
Calle de Madero, ocho de la noche, Raúl al volante de un volkswagen, se detiene frente a la tienda de discos, ella no sale. Baja del auto y se asoma, luego voltea porque se acerca sigilosa una camioneta con inmovilizadores. Apenas sube al volkswagen llega otro auto. Sale Violeta, un individuo se apresura a abordarla. Mientras platican le colocan al auto un inmovilizador. El conductor comienza a discutir con el oficial. Violeta los mira divertida. Raúl aprovecha para mirar a la mujer, sobre todo su busto, abundante y estético. “Quizá operado, esta vieja tiene dinero”, piensa. Se arregla el problema, Violeta y el individuo abordan el auto. Raúl los sigue a toda velocidad, el volkswagen parece que explota. En Tlalpan los pierde, y cuando está a punto de renunciar a la persecución, alcanza a verlos meterse en una calle. Los busca y por fin encuentra el auto estacionado, pasa muy cerca con las luces apagadas y observa al tipo manoseando a la mujer, besándola salvajemente.
Once de la noche, regresa el volkswagen a su amigo, luego le invita unas cervezas, llegan a la tienda y las piden, Raúl ve un chocolate con avellanas, lo agarra, lo desenvuelve y lo chupa, piensa en las tetas operadas de la mujer. El amigo se burla.
Violeta verifica el precio en la etiqueta de los discos compactos, siente calor, saluda a una clienta. Se instala en un sillón y prende el ventilador. Ve algunas notas y las guarda. Piensa en el tipo simpático de la otra noche. Agarra un cigarro extra largo, light y fuma. Llega una empleada y le da un paquete pequeño, le dice que lo envía el joven que está recargado en el mostrador. Violeta se levanta, sabe quién es. El joven sale de la tienda apresurado no sin antes brindarle una leve sonrisa. Cuando ella llega a la salida, él se ha perdido entre la multitud. Abre el paquete y trae un chocolate Carlos V con pasas y una nota: “¿Cuándo tendré la oportunidad de estar contigo?” Desenvuelve el chocolate y lo saborea. “Qué cursi”, piensa.

Enciende la televisión, el programa de los Simpson va a empezar, mira su reloj, piensa en Violeta: “Violeta, qué raro nombre”. Otra cosa rara fueron las risas indiscretas que emitieron las empleadas de la tienda de discos cuando les preguntó por el nombre de la mujer de falda corta y vigorosas piernas. “¿Será por la cantidad de hombres que van por ella a la salida?”, piensa. Se concentra tanto en las piernas y los senos de Violeta, que no resiste la idea de un chocolate.
Homero, aprovechando las nevadas invernales y las facilidades para obtener una camioneta con una enorme pala al frente, decide autoemplearse. Quita la nieve de las aceras. Para hacer más productivo el negocio decide hacer un comercial ofreciendo sus servicios. Lisa y Bart están impacientes por ver a su padre en la televisión. Homero, de la noche a la mañana se convierte en don Barredora, y es feliz.
Raúl va a la tienda, compra un chocolate Cajetoso y un Crunch, regresa silbando, saboreando el Crunch. Se instala de nuevo en su sillón, piensa cómo le va a hacer para conseguir dinero y coche para poder invitar a Violeta a salir. “¿Y si aceptara salir, a dónde la llevo, o también intento hacerle el amor en el coche?” Dice en voz baja.
Homero está furioso porque su amigo Barny lo ha desplazado. March le dice que acepte la competencia, pero Homero no entiende razones. Hace un maléfico plan: finge la voz y manda a su amigo a una montaña peligrosísima a hacer un trabajo. Al día siguiente don Barredora aparece en las casas quitando la nieve. Cuando preguntan por Barny, les responde que ya no quieren darle empleo porque hablaba mal de sus clientes. La mala onda de Homero funciona, otra vez, es feliz.
Desenvuelve el Cajetoso y no resiste pensar en Violeta, toda ella, no sólo en sus piernas y senos. Saca el miembro y lo embarra de chocolate derretido que saca de la boca. “Violeta, Violeta”, eyacula.
Homero ve en un noticiero que la camioneta de su amigo Barny está varada en una montaña de nieve y siente remordimiento, decide ir a salvarlo. Al final le quitan la camioneta porque no pudo seguir pagando las mensualidades. March en el lecho de amor le dice que se ponga la chamarra de don Barredora y cante la canción. “Me llama usted, entonces voy, don Barredora es quien yo soy”. Eso los excita.
Viernes, Violeta sale a las ocho en punto. Voltea a todos lados, busca al joven que le regaló el chocolate, pero antes llega un individuo con auto del año. La mujer no entra, sólo platica, el individuo se pone nervioso, saca dos billetes y se los da, ella no quiere aceptarlos, sigue volteando. Él le suplica y ella entra, se alejan. Raúl los sigue en el volkswagen, la idea de que ella lo hace por dinero lo atormenta. Dan vuelta en el Zócalo hacia la calle de Cinco de Mayo, pasan por Lázaro Cárdenas, rodean Bellas Artes y llegan a un restaurante ubicado a un costado de la Alameda. Una hora más tarde salen, Raúl los sigue hasta un hotel de Tlalpan. “No es tan exigente”, piensa.
Violeta se pasa el fin de semana pensando en el muchacho. Creyó haberlo visto siguiéndola en un volkswagen. Recuerda sus amores de la adolescencia, sinceros, verdaderos, difíciles… clandestinos. Lo que siente ahora es igual, cree estar enamorada. Inconscientemente va a la tienda a comprar un chocolate, lo chupa, piensa en el muchacho, se desnuda, se excita, se masturba, se queda dormida.
Raúl trabaja toda la semana capturando y corrigiendo una novela. Desea con intensidad oír la voz de la mujer. Pese a su relación con la literatura y la captura de experiencias amorosas, es muy inocente, la realidad está en la calle. El amor lo ha cegado y no le permite reflexionar algunos escenarios evidentes. Esto último lo sabe, pero no le interesa especular, lo que desea es poseerla.
Doce días sin ver al muchacho. A cada momento, todos los días, Violeta está al pendiente, pero él no aparece. Una muchacha le avisa que tiene una llamada telefónica. La sorprende una voz preguntándole cómo está. Ella sabe que es él, le pregunta su nombre, le dice que quiere verlo. “Me llamo Raúl. ¿Y tus amigos?”. “Mis amigos ya no vienen, te espero a ti”. Quedan de verse el sábado a las ocho de la noche. Violeta, está feliz, corre por la tienda bailando al ritmo de una canción que suena por todo el local: “…en un berenjenal siempre estoy, a cada paso que doy…” Piensa que ella siempre ha estado en berenjenales y el sábado estará en otro.
La música estrepitosa no permitió que Raúl apreciara su voz, sólo que es suave, inclasificable. Está feliz, con dinero y coche. Tiene un cosquilleo a la altura del ombligo. Sale a buscar a sus amigos, los encuentra en la tienda, les invita unas caguamas. Se emborracha de alegría. Muy temprano lo despierta el frío, está tirado en la banqueta junto a dos de sus amigos. Se levanta, vacila un poco, decide irse sin despertarlos. Entra a su casa, va al refrigerador. Nada se le antoja. Se tira en la cama y se duerme de inmediato. Sueña que posee a la mujer dentro de la tienda de discos, oyendo música confusa y comiendo chocolates.
Sábado, ocho de la noche. Raúl espera afuera de la tienda, Violeta sale, se saludan de mano y beso en la mejilla, sonríen, entran en el volkswagen. Antes de arrancar ve a dos empleadas que se ríen. No importa. El coche se dirige hacia Tlalpan. “Tenía muchas ganas de conocerte”. “Yo también”. “¿Vamos a cenar?” “No, mejor vamos a mi departamento”. Violeta le indica el camino. Estacionan el auto y suben agarrados de la mano. Él quiere hacer preguntas, pero no las hace. Entran, ella se divierte, prende una lámpara que proyecta una luz muy tenue, se arroja al sofá y extiende los brazos. Raúl la alcanza, se besan, siente que lo devora, que lo guía. Se separa, observa los cuadros y muebles, se levanta y da unos pasos, enciende un cigarro y le ofrece a ella. “¿Te sientes incómodo?” “No, curiosidad simplemente”. “No te alejes, ven”. Se acerca, ella sigue sentada, lo toma por la cintura y le acaricia las nalgas. Él se inquieta, da una bocanada y mira hacia la ventana. Violeta le desabrocha su pantalón y cuando lo está bajando palpa un paquete dentro de la bolsa. “¿Qué es?”: pregunta con una inocencia casi infantil. Raúl saca dos chocolates, uno con nueces y otro con avellanas y un condón. “¿Cuál quieres?”. Ella se ríe divertida, toma el de avellanas. Él se siente incómodo, no sabe por qué, quizá la risa un tanto imitada, o la voz inclasificable o lo fácil que fue estar con ella. Saborean la golosina, ella se desabotona la blusa, sus senos quedan al aire, los embarra de chocolate, sin dejar de mirarlo, lo atrae. Él se deja llevar, los lame, luego chupa, le levanta la falda, acaricia las piernas y las nalgas. Violeta suspira, le dice que lo ama. Se besan los labios, el cuello, se tiran en la alfombra, gustosos, ligeros. Ella se monta y lo besa, le saca la playera, acaricia su pecho, lo lame y baja despacio hasta encontrar el sexo erecto. Lo muerde muy suave, su lengua juega con el líquido que fluye, recorre los testículos. Raúl se retuerce sin emitir sonidos. Cuando se da cuenta que va a eyacular, presiona el conducto con los dedos. Apenas lo controla se vuelca hacia ella, la besa, introduce la lengua hasta el paladar, está incontenible. Violeta poco a poco va perdiendo la conciencia, se deja llevar por las mordidas en la espalda y las caricias en los pezones. Al momento que le introduce la lengua en la oreja le pregunta su nombre. Ella entre suspiros responde: “Miguel”. Es el inconsciente, la memoria a largo plazo donde se guardan esos datos que jamás olvidas: tu país, tu sexo, tu equipo, tu barrio… tu nombre. “Violeta”. Raúl interrumpe las caricias. “Tu nombre completo quise decir”, aclara. Piensa que se le salió el nombre de algún amante. Sigue chupándole las orejas y manoseando sus pezones. “Eso no importa en este momento”, dice ella con voz entrecortada. Él finge no haber oído, sus manos se desplazan hacia abajo. Violeta se desprende la falda, busca la boca de Raúl que siente las manos aferradas a su miembro. Suena el teléfono, no hacen caso. Él manosea un tanto violento las nalgas de la mujer, se la pega al cuerpo y ligeramente siente un bulto. “¡Me carga la chingada! está reglando”, piensa. Violeta se separa y quedan de frente, se baja las bragas y salta juguetón su falo. Raúl se queda pasmado, no deja de mirarlo. “Es más grande que el mío”, es lo único que puede pensar en ese momento. Violeta lo ve tan grave que grita: “¡Creí que lo sabías!” y corre al baño. Raúl se viste y baja corriendo. Sube al auto y maneja a toda velocidad por Tlalpan, todavía siente real el sentimiento de la sorpresa. En la calle de Veinte de Noviembre se detiene, baja del volkswagen y mira la luna. Prende un cigarro. Ve la catedral, su iluminación luce impresionante. Sube al coche y maneja sin rumbo. Piensa en Violeta y en el amor que siente, también recuerda que nunca se había enamorado así de un ser humano. Busca un chocolate en la guantera. Le quita el celofán y lo chupa.
Cuando reacciona, el volkswagen corre por la avenida Tlalpan, rumbo a la casa de Violeta.

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